El 16 de octubre de 1906, un zapatero vagabundo, Wilhelm Voigt, vestido con un uniforme de oficial prusiano que había logrado adquirir con prendas de aquí y allá, se presentó en un cuartel de Berlín y ordenó a un grupo de soldados que le siguieran.
Los llevó en tren a la ciudad de Köpenick, donde ocupó con ellos el ayuntamiento, dio instrucciones a la policía local, arrestó al alcalde y al tesorero municipal y confiscó 4.000 marcos antes de volver a ponerse ropas de civil y marcharse discretamente.
Voigt fue pronto detenido y condenado a dos años de prisión, pero los alemanes encontraron su caso irresistiblemente divertido y le convirtieron en un héroe popular. Hoy tiene una estatua en el ayuntamiento de Köpenick.
Francisco Nicolás ha asombrado -y divertido, para que negarlo- a España por su facilidad para ser, a sus tiernos veinte años, perejil de todas las salsas de la política nacional y llevarse, de paso, un buen pico de sus poderosos amigos.
No pretendo pronunciarme sobre todos los misterios que rodean su caso, cuánto hay de verdad en sus fábulas, si miente, delira o es una pieza de oscuros intereses. Para mi argumento, tanto da. Lo que me interesa es la parte innegable del asunto, su presencia en grupos de poder, desde políticos a empresarios, siendo solo un imberbe (mal) estudiante de Derecho.
El poder es representación. Los soldados alemanes no obedecían a Voigt, sino a su uniforme. Los políticos que se retrataban sonrientes con Nicolás le habían visto con otros políticos; los empresarios le habían visto tratar y ser tratado con confianza por esos mismos políticos: ese era su uniforme.
Es un dicho ya clásico que, para llegar lejos, lo importante no es lo que conoces, sino a quién, porque la élite, el poder, es siempre un club. El club podrá ser formal y con normas explícitas de pertenencia, como sucedía con la aristocracia clásica, o informal, fluido y tácito, como sucede en las democracias. Pero el club existe y es obvio para los que están dentro y para los que están fuera.
Cuando la élite va, por así decir, uniformada y es fácilmente reconocible, el impostor se pondrá ese uniforme. Pretenderá, como el Gato con Botas pretendía de su amo, ser el Marqués de Carabás para acabar siendo, realmente, el Marqués de Carabás previa boda con la princesa.
En democracia, donde los poderosos fingen ser pueblo, la impostura (que no tiene por qué serlo desde el punto de vista formal) tiene que ser más sutil. La representación no es ya algo tan simple como un uniforme o un título, sino una red compleja de señales y símbolos, como llamar ‘Nacho’ a un presidente de comunidad autónoma, la sonrisa amistosa de un prestigioso académico y el abrazo confianzudo de un gobernante.