Cuando a uno le llaman ‘fascista’ -algo prácticamente imposible de evitar a poco que debata online o en el mundo físico-, puede dudar si el apelativo pretende definir el tono de la réplica o su contenido. Pero de algo puede estar seguro: no quieren decir que uno sea partidario del movimiento político que surgió en la Europa de entreguerras (1918-1939) creado por Benito Mussolini que pretende instaurar un corporativismo estatal totalitario y una economía dirigista.

Cuando no significa simplemente «no estoy de acuerdo contigo», fascista quiere decir simplemente intolerante, totalitario y partidario de la tiranía.
Es curioso, porque no es como si el abuso de poder fuera un elemento novedoso o infrecuente en la historia de la humanidad. Hemos tenido milenios de sátrapas, tiranos griegos, emperadores romanos locos y toda suerte de caudillos, caciques, cabecillas, reyezuelos y capitostes.

Es fama que Calígula montó un prostíbulo público con las mujeres e hijas de los senadores para recaudar fondos, o que en la Ginebra de Calvino había inspectores que podían entrar en cualquier casa en cualquier momento para asegurarse de que se llevaba la ropa adecuada y se vivía ‘comme il faut’.

¿Por qué, entonces, quedarse con un régimen que duró lo que, en términos históricos, es un suspiro -de 1922 a 1943- para simbolizar el poder omnímodo, cuando hay tanto donde elegir?

La respuesta rápida es que los fascismos fueron derrotados en guerra, en una guerra especialmente bárbara y letal que no solo barrió los fascismos sino que convirtió su nombre, sus autores y sus símbolos en epítome del mal.

Nadie ama a un perdedor, sobre todo cuando su derrota ha sido tan definitiva. Por eso ha podido existir durante décadas un régimen que ha hecho del abuso de poder un arte, que ha gobernado en algún momento sobre el 60% de la humanidad, que se ha derrumbado por sus propias contradicciones y que, sin embargo, sigue teniendo partidarios que lo defienden en la seguridad, al menos, de que su adscripción no es sinónimo de insulto.

El fascismo está muerto y enterrado bajo una montaña de cadáveres. Sí, hay niñatos que se tatúan la cruz gamada y que estiran el brazo antes de repartir leña, pero eso es como apuntarse a la Iglesia de Satán: ganas de horrorizar a sus mayores con lo que más pueda escandalizarles y liarla parda.

Deberíamos aplicar una moratoria al término fascista en las discusiones: el primero que lo esgrima, pierde. O responder como aquel británico al que un contertulio, en plena discusión teológica, respondió arrojándole el contenido de su copa a la cara: «Eso es una digresión; estoy esperando su argumento»